Naturaleza : Teva (טֶבַע)

Nuestros sabios enseñan que los milagros no son acontecimientos aislados ni rupturas del orden natural, sino la narración, en letras pequeñas, de la misma historia que el Creador escribe a diario en toda la creación. Lo que solemos llamar teva, naturaleza, no es más que el velo que cubre lo Divino, la fachada bajo la cual late el pulso de la eternidad.

En hebreo, la palabra teva significa “sumergido”. Así como el mar esconde bajo su superficie un mundo de vida y movimiento, también la realidad oculta en su interior la presencia constante de Hashem. A simple vista, todo parece rutinario, inmutable, pero quien se atreve a “sumergirse” más allá de lo evidente descubre que cada instante está sostenido por la energía infinita del Creador.

En la Torá, el Nombre de Di-s asociado con la creación es Elokim, cuyo valor numérico es el mismo que el de la palabra hateva —la naturaleza—. Esto nos enseña que aquello que percibimos como natural no es sino la expresión de la Divinidad contenida y disimulada. Elokim vela la luz de lo Infinito para permitir la existencia del mundo, pero al mismo tiempo es esa misma luz la que lo mantiene con vida a cada momento.

Así, el judaísmo nos invita a mirar el mundo no como una máquina fría y autónoma, sino como una sinfonía viva de milagros cotidianos. Cada respiración, cada amanecer, cada simple acto del cuerpo o del alma, es una chispa de lo Divino que se revela ante quien sabe observar.

Por eso comenzamos el día con palabras de gratitud: Modé aní lefaneja… —“Agradezco ante Ti”—. Agradecemos por abrir los ojos, por el movimiento, por el alimento, por el cuerpo que funciona con sabiduría perfecta. Incluso el acto más simple, como ir al baño, tiene su bendición, porque en el judaísmo no hay separación entre lo físico y lo espiritual; ambos son manifestaciones de la misma fuente.

Del mismo modo, las festividades del calendario no son fechas marcadas al azar, sino portales de conciencia que revelan la presencia de Di-s en el tiempo. Cada Shabat y cada fiesta nos ayudan a ver que la historia humana no es una sucesión de casualidades, sino el tejido intencional de la Providencia.

Cuando encendemos las luces de Janucá —recordando el milagro y cumpliendo el pirsumei nisa, la difusión del milagro al mundo— declaramos que la naturaleza y el milagro son una misma cosa: distintos niveles de una misma verdad Divina.

Nuestros sabios contaban que el Baal Shem Tov, al ver caer una hoja del árbol, enseñó que incluso ese movimiento estaba guiado por la mano de Hashem. La hoja no cayó por azar: cubrió a un pequeño gusano que se debilitaba bajo el sol. En ese gesto diminuto se revela la infinita compasión del Creador.

Así también nosotros debemos aprender a ver más allá de la superficie del mundo. Cada sonido, cada encuentro, cada soplo de viento es parte de una melodía eterna. Solo hace falta detenerse, abrir los ojos y escuchar al Compositor Divino que toca su obra en el escenario de la creación.

Que esta reflexión nos ayude a reconocer en cada día, en cada instante, la profunda presencia de Di-s que sostiene la existencia. Y que podamos vivir con gratitud, con asombro y con conciencia de que nada, absolutamente nada, es casual.