Diagnóstico y Cura Espiritual

En el mundo de la medicina, todos sabemos cómo actúa un buen médico. No se deja impresionar por la ropa del paciente ni por su aspecto exterior; lo primero que hace es pedirle que se quite el traje y, mediante una radiografía o un análisis, observa su interior. La máquina no miente. Muestra lo que hay realmente dentro del cuerpo. A partir de ese diagnóstico se define el tratamiento. Cuanto más certero sea el diagnóstico, más famoso será el médico, y más personas acudirán a él buscando curación.

Pero, ¿qué sucede con el alma? Cuando se trata de enfermedades espirituales, el ser humano suele reaccionar de manera opuesta. En lugar de buscar el diagnóstico, huye de él. No quiere saber la verdad sobre sus carencias morales o emocionales. Y si hay alguien que las conoce, prefiere alejarse antes que enfrentarlas.

En lo físico, estamos dispuestos a cruzar océanos para curarnos. En lo espiritual, huimos al otro lado del mundo para no oír un reproche. Tememos más a una palabra honesta que a una operación quirúrgica. Sin embargo, el alma enferma también necesita un tratamiento, una “medicina” que se llama autocrítica, humildad y teshuvá —el retorno sincero hacia Hashem y hacia nuestro verdadero ser.

Muchas veces los conflictos familiares nacen de esta incapacidad de aceptar el espejo del otro. Uno no soporta vivir con alguien que le muestra sus defectos. De niño, nadie lo corrigió; al contrario, lo aplaudieron por su ingenio cuando lastimaba con palabras. Y de adulto, se enfrenta a una pareja que lo conoce de verdad, que ya no celebra su orgullo, y eso duele.

El ser humano, queridos amigos, es como un metal precioso mezclado con impurezas. No basta con brillar por fuera; hay que refinarse por dentro. Si los padres no lograron pulir el alma del hijo en su juventud, esa tarea lo esperará en el matrimonio, en la convivencia, en la vida. El secreto está en corregirse mutuamente, con dulzura y comprensión, como dos orfebres que trabajan juntos una misma pieza de oro.

El reproche, como el bisturí, debe usarse con sabiduría. No se reprende a quien está enojado ni se corrige con ira. Los grandes médicos del cuerpo trabajan con precisión; los grandes médicos del alma, nuestros sabios y tzadikim, lo hicieron con ternura y verdad. Ellos eran los que poseían los “laboratorios del espíritu”, donde se analizaba el alma humana.

El Holocausto, esa tragedia que se llevó a millones de nuestros hermanos, también destruyó muchos de esos laboratorios. Por eso, hoy más que nunca, debemos vivir con fe, confiando en las enseñanzas de aquellos justos que nos precedieron.

Recordemos un principio sagrado: “El justo vivirá por su fe.” Juzgar al prójimo favorablemente no es una cortesía, es una verdad profunda de la Torá. Cuando vemos el bien en el otro, revelamos el bien que hay en nosotros. Cuando hablamos con respeto, elevamos nuestra propia alma. Así como el árbol solo da frutos según su raíz, el corazón solo proyecta hacia afuera lo que tiene dentro.

Que sepamos, cada uno de nosotros, hacer nuestra propia “radiografía del alma”. Que no temamos al diagnóstico, porque solo quien reconoce su enfermedad puede sanar. Y que aprendamos a ver en los demás no sus sombras, sino los destellos de luz que reflejan también nuestra propia esencia.