Esta semana reflexionamos sobre un concepto profundo y a menudo mal comprendido: la dualidad, no la ambigüedad.
Vivimos en un mundo que oscila entre extremos. Por un lado, un materialismo que busca satisfacer cada deseo de manera inmediata; por otro, una espiritualidad que, en ocasiones, pretende negar toda conexión con lo físico. Sin embargo, el judaísmo nos enseña que la verdadera santidad no reside en huir del mundo, sino en elevarlo.
Desde la creación misma, el ser humano —Adam, formado de Adamá (tierra)— fue concebido como una unión de opuestos: cuerpo y alma, polvo y hálito divino. Esta es nuestra esencia: una dualidad sagrada. No se trata de negar uno de los polos, sino de aprender a armonizarlos. Cuando falta el alma, la materia se descompone; cuando falta la materia, el alma carece de vehículo para manifestarse en este mundo.
Por eso nuestros sabios enseñan que el pan —Lejem— no solo nutre el cuerpo, sino que “suelda” el alma con la materia. Cada bocado bendecido, cada acto cotidiano acompañado de conciencia espiritual, es una forma de mantener unida la chispa divina dentro del marco terrenal.

El judaísmo no predica el retiro absoluto ni la negación del deseo, sino su santificación. El vino que podría embriagar, se transforma en símbolo de alegría y santidad cuando lo elevamos en el Kidush. Las leyes de Kashrut, la Mikve, el Shabat y la vida matrimonial son ejemplos concretos de cómo Di-s nos guía para unir cielo y tierra, espiritualidad y materia, sin confundirlas, sin mezclarlas indebidamente.
Como enseña la Torá: “Veasulí Mikdash, veshajantí betojam” —“Y me harán un santuario, y moraré dentro de ellos” (Shemot 25:8). No dice “dentro de él”, el Templo, sino “dentro de ellos”, dentro de cada uno. El verdadero santuario no está en las piedras, sino en el corazón del hombre que logra convertir su hogar, su mesa, su vida, en un espacio donde lo Divino puede habitar.
Separarse del mundo no es la respuesta. Lo sagrado se revela en el acto de unir, no de dividir. El desafío del judío es vivir en la dualidad, con los pies firmes en la tierra y la mirada dirigida al cielo. Esa es nuestra tarea: transformar lo cotidiano en un vehículo de santidad, hacer del pan un pacto, del matrimonio un santuario, del hogar un pequeño Beit Hamikdash.
Que aprendamos, con humildad y alegría, a caminar este sendero de equilibrio: entre el ruaj y el jomer, entre el alma y la materia, entre lo que somos y lo que aspiramos a ser.













