Nombre: Shem (שֵׁם)

En la tradición judía, un nombre no es una simple etiqueta. Shakespeare escribió: “Una rosa con cualquier otro nombre olería igual de dulce”. Pero para el pueblo de Israel, un nombre es mucho más que una convención: es una ventana al alma, una llave hacia el destino.

La palabra shem —nombre— está contenida en la palabra neshamá —alma—. Nuestros Sabios enseñan que, a través del nombre, fluye la energía espiritual que sostiene la vida de una persona. Por eso la Torá nos relata momentos en los que Di-s cambia el nombre de los patriarcas: Abram se convierte en Abraham, Sarai en Sara, Yaakov en Israel. En cada caso, el cambio de nombre fue también un cambio de misión, de propósito, de destino.

El Talmud incluso enseña que cuando una persona enfrenta una enfermedad grave, se le puede agregar un nombre como Jaim (“vida”) o Refael (“Di-s sana”), porque al darle un nuevo nombre se abre un nuevo canal de bendición.

No es casualidad que los padres, al elegir el nombre de un hijo, reciban —dicen los cabalistas— un destello de profecía. El nombre que surge en sus corazones es, en verdad, la señal que el Cielo les implanta para revelar la misión de esa nueva alma.

De allí la inmensa responsabilidad de dar nombres que inspiren, que conecten con la virtud, con la tradición, con la continuidad del pueblo judío. El nombre acompaña a la persona toda su vida y, como enseñan nuestros místicos, al final de los días en lo Alto se nos preguntará: “¿Has vivido a la altura de tu nombre?”

Que este recordatorio nos lleve a reflexionar sobre la profundidad de nuestro propio nombre. Allí, en esas letras que nos identifican, se encuentra también el mapa de nuestro propósito.