Pocas decisiones en la vida tienen tanta trascendencia espiritual y emocional como la elección de la persona con quien compartiremos nuestro destino. En el judaísmo, el matrimonio no es simplemente un contrato o un arreglo social: es una alianza sagrada, una sociedad espiritual entre dos almas que se comprometen a crecer juntas bajo la bendición del Creador.
Nuestros Sabios enseñan que antes del nacimiento de una persona, una voz celestial proclama: “La hija de tal será para tal” (Talmud, Sotá 2a). Sin embargo, esta declaración no anula el libre albedrío. Encontrar a la persona correcta requiere discernimiento, trabajo interior y una mirada que sepa ver más allá de lo superficial.
El primer paso es definir los valores esenciales. La Torá nos enseña que el amor verdadero no se basa en la pasión momentánea, sino en la afinidad espiritual y en la voluntad compartida de construir un hogar basado en la fe, la bondad y el respeto mutuo. Quien busca pareja debe mirar no sólo lo que agrada a los ojos, sino lo que eleva al alma.
También debemos procurar compatibilidad en metas y visiones de vida. Las diferencias son naturales, pero una pareja que no comparte principios fundamentales —sobre el judaísmo, la familia, o la manera de entender el mundo— corre el riesgo de caminar en direcciones opuestas.

El respeto mutuo es otro pilar inquebrantable. Donde hay desdén, ironía o humillación, no puede florecer la shejiná —la Presencia Divina—. En cambio, cuando dos personas se escuchan, se admiran y se honran, Dios habita entre ellos.
Asimismo, el vínculo debe apoyarse sobre una amistad profunda, una conexión emocional que otorgue seguridad, confianza y ternura. El amor romántico puede encenderse en un instante, pero el amor verdadero se construye con tiempo, honestidad y vulnerabilidad compartida.
La atracción, por supuesto, tiene su lugar, pero nuestros Sabios recuerdan que la belleza física es efímera, mientras que la bondad del corazón permanece. Muchas veces la atracción crece al descubrir las virtudes del otro, al reconocer su nobleza y su deseo de crecer.
Y justamente, el matrimonio requiere esa actitud: crecer juntos. Dos almas que caminan una al lado de la otra, que se ayudan a elevarse, que se perdonan y se reconstruyen una y otra vez.
El amor no es un relámpago que cae del cielo, sino una llama que se enciende y se cuida día a día. Cuando dos personas se eligen desde el alma, y deciden servir a Dios juntos, su unión se transforma en algo eterno.
Que el Eterno nos conceda la sabiduría para reconocer a la persona correcta, la humildad para valorar sus virtudes y la fe para construir un hogar donde la paz, el respeto y la presenci













